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🙂 Día 1 (11/08/25). Llegada a las 16:00, puntuales como ordena la agencia que alquila la casa. Abro la puerta y, en el acto, me invade la reconfortante sensación de que el servicio de limpieza, en un gesto de cordialidad extrema o de sadismo gratuito, ha decidido dejar la calefacción encendida. Un paso más dentro, compruebo el termostato: apagado. Sin embargo, el marcador digital insiste en que allí dentro hay más de treinta grados, lo cual me obliga a aceptar la evidencia de que aquello no era calor doméstico, sino una especie de sauna industrial camuflada de alojamiento vacacional.
“No pasa nada” —me digo—, porque la descripción en la web aseguraba que la casa estaba climatizada, y las fotos mostraban, orgullosamente, una máquina de aire acondicionado adosada a la fachada. Lamentablemente, había un pequeño problema: la reserva la hice en mayo, bajo la perniciosa influencia de los negacionistas del cambio climático que sostenían que en Francia “siempre hace fresquito” (probablemente la misma gente que todavía cree que la Tierra es plana). No me percaté, hasta que fue demasiado tarde, de que estaba alquilando lo que técnicamente puede describirse como un invernadero de lujo: dos paredes acristaladas, un techo también de cristal y todo ello plantado en el epicentro de una ola de calor que haría sudar a un dromedario en Alaska.
La pequeña máquina de aire acondicionado —que en las fotos parecía la solución tecnológica al Apocalipsis— se enfrentaba a la tarea de enfriar aquello con el mismo nivel de probabilidad de éxito que tendría un ventilador portátil en el cráter de un volcán.